No tengo tiempo que perder.
Escapo por la ventana del despacho, asegurando las
dos bolsas repletas de billetes en mi cinturón, y de un salto alcanzo la
escalera de incendios.
Pensaban que podrían despedirme así, sin más, con
todo lo que hice por ellos, se enriquecieron gracias a mi infortunio.
Noches y días, puestas de sol y amaneceres
contemplados a través de esa persiana destartalada y sucia, así han sido mis
últimos veinte años.
Creerían que agacharía la cabeza, como siempre, y
acataría la última orden.
No me conocen, nunca me han conocido.
Ahora tengo todos sus archivos en mi ordenador,
todas sus claves, todos sus trucos.
Y el suficiente dinero de su caja para coger un
vuelo a cualquier país donde la palabra paraíso fiscal no sea un eufemismo.
Uno de los cordones del lustroso zapato azul marino,
bruñido cada mañana con esmero, se encaja en el ángulo del escalón y tira del
pie, de la pierna, del torso.
Queda estático por un instante en un ángulo extraño,
como la flecha lanzada por el arco al cénit, y después cae, derrumbándose por
el sobrepeso de su cinturón hacia fuera de la barandilla, justo donde el último
brillo del sol de la tarde rezuma chocando contra la escalera de hojalata.
Texto: Cristina Martín
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